Pese a convenios internacionales y a la promulgación de leyes para prevenir y sancionar la discriminación, la sociedad mexicana sigue arrastrando una pesada carga de prejuicios que inciden en las conductas y relaciones sociales e interpersonales de manera negativa. La herencia colonial, el clasismo, la misoginia y un temor general hacia el otro son algunos de los factores sociales y culturales que han impedido la construcción de una sociedad igualitaria e incluyente, donde la pluralidad se valore y no sólo se tolere como mal menor o signo de los tiempos. La discriminación en México, como en otros países, es un fenómeno complejo en que se entrelazan distintos factores y manifestaciones. No es atributo de una sola clase o grupo social, ni afecta sólo a un otro u otra. Abundan las personas que discriminan por variados motivos y, si bien algunos grupos son más vulnerables que otros, se multiplican o persisten características que se adjudican al otro de tal forma que pareciera que todos encontramos siempre alguien a quien discriminar. Lo grave de esta tendencia no es sólo que sus efectos dañan a millones de personas y conllevan la violación de sus derechos, sino que además forma parte de la violencia estructural de la sociedad y puede, en ciertas condiciones conducir a estigmatización, exclusión y violencia extremas. Los genocidios y otras manifestaciones de violencia extrema de los siglos xx y xxi tienen mucho que ver con la discriminación como forma legitimada, tolerada y hasta promovida de racismo, sexismo y odios religiosos o nacionalistas, intensificados y dinamizados con fines políticos. La discriminación y la violencia, de hecho, son dos caras de la misma moneda. No obstante, para fines analíticos es preciso examinar cómo se da la discriminación, cómo se perpetúa y reproduce, con el fin de buscar formas efectivas de contrarrestarla
y, en un mediano plazo, reducirla o eliminarla.
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